
—¡Márchate!, ¡no!, ¡fuera!, ¡para!, ¡ayúdame!, ¡mamá! ¿Dónde estás?
—¡Rachel! Dios mío. ¡Ya voy, cielo! —Grité con todas mis fuerzas mientras saltaba de la cama y mi cuerpo temblaba con miedo.
—¿Qué es lo que estás haciendo? ¡Tengo miedo! ¡Mama! ¿Dónde está mi mamá? Donde…”
—¡Cállate, pequeña zorra! ¡No puedo divertirme si no dejas de gritar! —Una voz áspera y profunda la interrumpió.
Sin aún comprender lo que realmente estaba pasando, corrí hacia la puerta y giré el pomo. Nada. Estaba cerrado. Rachel nunca cerraba su puerta. Quien quiera que hubiera entrado a casa había agarrado la llave que siempre dejo en su cerradura y se había encerrado dentro. Con mi hija.
—¡No! —Grité mientras mis puños y hombros me dolían tras intentar tirar la puerta abajo.
—¡Déjala en paz, cabrón!
—¡Ayúdame, por favor! Mami… —Los gritos de mi hija iban convirtiéndose en lamentos dolorosos.
No podía seguir sin hacer nada. Se había encerrado en la habitación y no era lo suficientemente fuerte para hacer algo. Pero aún estaba en casa. Aún había tiempo. Y había algo que podía hacer. Iba a llamar pidiendo ayuda.
Secando las lágrimas que recorrían mi cara, corrí a mi habitación para buscar mi teléfono.
—¡Todo va a salir bien cariño! ¡Mami está aquí! ¡Mami no va a dejar que nadie te haga daño!
Pero cuando entré en la habitación, caí sobre mis rodillas al ver mi cuerpo frío y cubierto de sangre, inmóvil en la cama.
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